Miró la bola de nieve. Ya hacía un año.
Habían pasado tantas cosas desde entonces que la vida semejaba un tiovivo de emociones.
Escribir sobre sentimientos. Siempre lo hacía. Nunca los sintió.
Qué absurdo.
Hasta que le encontró.
Aquel ser le tocó el alma, se la rodeó con sus mágicos brazos y le obligó a escuchar.
Dicen que la belleza de las cosas está en la mirada de quien las ve.
De quien las lee. De quien se refleja.
De quien siente.
Mostrar el camino. Alejarse hasta comprender. Comprender que la vida te regala millones
de instantes especiales a los que simplemente debemos lograr agarrarnos sin esperar nada a cambio.
Sentir la magia de lo único. De lo especial.
Sentir que el corazón se envuelve de algodón y que las notas de piano de Debussy se mezclan, se clavan, se aprisionan en él y dejan un rastro de complicidad que sólo unos pocos sabrán ver.
Necesitar escribir para encontrar sentimientos inventados.
Dejar de escribir y palpar la luna reflejarse en sus manos, experimentar el calor de sus lágrimas.
Adivinar. Adivinarle entre sus letras.
El tiempo.
Ese abrir y cerrar de ojos que nos convierte en más viejos,en más sabios, en más pacientes.
O simplemente nos recuerda la aventura de abrir los ojos y ver.
De vivir de ilusiones.
De alargar el brazo y arriesgar por un simple instante.
Ver que es mejor amar desgarrándote el corazón que escribir sin sentir.